El 19 de Octubre de 2016 volábamos a Beijing desde Barcelona, haciendo escala en Londres.
Era el comienzo de una aventura de algo más de 3 semanas que nos llevaría a visitar Beijing, Hong Kong (por tercera vez), Seoul, Osaka, Kioto y Tokyo. Todo estaba planeado hasta el último detalle: vuelos, alojamientos e incluso una lista de cosas imperdibles que había cometido el error de elaborar. Y digo el error porque en Kioto, después de 15 días de viaje, se me cruzaron los cables.
Harta de tachar sitios en los que había estado y que en todas las guías salían recomendadas, me di cuenta de que no estaba viajando sino que estaba haciendo el turista.
El agotamiento físico y psicológico hizo mella en mí abrumada de tanto avión, visitas, multitudes y ciudades.
Algo parecido al Síndrome de Paris se apoderó de mí: Kioto se me antojó un parque de atracciones para turistas que fascinados por la película "Memorias de una Geisha" pagaban unos cuanto yenes para disfrazarse de Maiko. Todo era falso.
Me preguntaba qué estaba haciendo allí y empecé a verlo todo negro. Sólo quería encerrarme en el apartamento, volver a casa. Lloré desconsoladamente.
Me preguntaba qué estaba haciendo allí y empecé a verlo todo negro. Sólo quería encerrarme en el apartamento, volver a casa. Lloré desconsoladamente.
"Y no, hoy no es mi día, hoy deseo estar en mi sofá sentada y no en un sofá improvisado de Japón. Hoy deseo sentirme bien, aunque me siento como una mierda y no debería, porque estoy aquí, es mi viaje y debo sentirme afortunada.
Hay que soltar mierda, hay que soltar lastre. No somos felices todo el tiempo.
Compartamos que no somos perfectos aunque lo intentemos.
Seremos más humanos, nos sentiremos más perfectos. Y mañana será un día mejor."
(1 noviembre de 2016)
(1 noviembre de 2016)
2 días después, en lo alto del Monte Inariyama, y después de dejar atrás otra multitud de turistas, las siguientes palabras me vinieron a la mente:
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